San
León era originario de la Tuscia. Fue diácono de la Iglesia de Roma en torno al
año 430, y con el tiempo alcanzó en ella una posición de gran importancia. Este
papel destacado impulsó en el año 440 a Gala Placidia, que entonces gobernaba
el Imperio de Occidente, a enviarlo a la Galia para resolver una situación
difícil. Pero en el verano de aquel año, el Papa Sixto III, cuyo nombre está
ligado a los magníficos mosaicos de la basílica de Santa María la Mayor,
falleció; y como su sucesor fue elegido precisamente san León, que recibió la
noticia mientras desempeñaba su misión de paz en la Galia.
Tras
regresar a Roma, el nuevo Papa fue consagrado el 29 de septiembre del año 440.
Así inició su pontificado, que duró más de 21 años y que ha sido sin duda uno
de los más importantes en la historia de la Iglesia. Al morir, el 10 de
noviembre del año 461, el Papa fue sepultado junto a la tumba de san Pedro. Sus
reliquias se conservan todavía hoy en uno de los altares de la basílica
vaticana.
El
Papa san León vivió en tiempos sumamente difíciles: las repetidas invasiones
bárbaras, el progresivo debilitamiento de la autoridad imperial en Occidente y
una larga crisis social habían obligado al Obispo de Roma —como sucedería con
mayor evidencia aún un siglo y medio después, durante el pontificado de san
Gregorio Magno— a asumir un papel destacado incluso en las vicisitudes civiles
y políticas. Esto no impidió que aumentara la importancia y el prestigio de la
Sede romana.
Es
famoso un episodio de la vida de san León. Se remonta al año 452, cuando el
Papa en Mantua, junto a una delegación romana, salió al encuentro de Atila, el
jefe de los hunos, y lo convenció de que no continuara la guerra de invasión
con la que ya había devastado las regiones del nordeste de Italia. De este modo
salvó al resto de la península. Este importante acontecimiento pronto se hizo
memorable y permanece como un signo emblemático de la acción de paz llevada a
cabo por el Pontífice.
No
fue tan positivo, por desgracia, tres años después, el resultado de otra
iniciativa del Papa, que de todos modos manifestó una valentía que todavía hoy
nos sorprende: en la primavera del año 455, san León no logró impedir que los
vándalos de Genserico, tras llegar a las puertas de Roma, invadieran la ciudad
indefensa, que fue saqueada durante dos semanas. Sin embargo, el gesto del Papa
que, inerme y rodeado de su clero, salió al encuentro del invasor para pedirle
que se detuviera, impidió al menos que Roma fuera incendiada y logró que no
fueran saqueadas las basílicas de San Pedro, San Pablo y San Juan, en las que
se refugió parte de la población aterrorizada.
Conocemos
bien la acción del Papa san León gracias a sus hermosísimos sermones —se han
conservado casi cien en un latín espléndido y claro— y gracias a sus cartas,
unas ciento cincuenta. En estos textos, el Pontífice se muestra en toda su
grandeza, dedicado al servicio de la verdad en la caridad, a través de un
ejercicio asiduo de la palabra, que lo muestra a la vez como teólogo y pastor.
San León Magno, constantemente solícito por sus fieles y por el pueblo de Roma,
así como por la comunión entre las diferentes Iglesias y por sus necesidades,
apoyó y promovió incansablemente el primado romano, presentándose como
auténtico heredero del apóstol san Pedro: los numerosos obispos, en gran parte
orientales, reunidos en el concilio de Calcedonia, fueron plenamente conscientes
de esto.
Este
concilio, que tuvo lugar en el año 451, con 350 obispos participantes, fue la
asamblea más importante celebrada hasta entonces en la historia de la Iglesia.
Calcedonia representa la meta segura de la cristología de los tres concilios
ecuménicos anteriores: el de Nicea, del año 325; el de Constantinopla, del año
381; y el de Éfeso, del año 431. Ya en el siglo VI estos cuatro concilios, que
resumen la fe de la Iglesia antigua, fueron comparados a los cuatro Evangelios:
lo afirma san Gregorio Magno en una famosa carta (I, 24), en la que declara que
«acoge y venera los cuatro concilios como los cuatro libros del santo
Evangelio», porque sobre ellos —sigue explicando san Gregorio— «se eleva la
estructura de la santa fe, como sobre una piedra cuadrada». El concilio de
Calcedonia, al rechazar la herejía de Eutiques, que negaba la verdadera
naturaleza humana del Hijo de Dios, afirmó la unión en su única Persona, sin
confusión ni separación, de las dos naturalezas humana y divina.
Esta
fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, fue afirmada por el Papa
en un importante texto doctrinal dirigido al obispo de Constantinopla, el así
llamado «Tomo a Flaviano», que al ser leído en Calcedonia, fue acogido por los
obispos presentes con una aclamación elocuente, registrada en las actas del
Concilio: «Pedro ha hablado por la boca de León», exclamaron al unísono los
padres conciliares (...).
Consciente
del momento histórico en el que vivía y de la transición que estaba
produciéndose de la Roma pagana a la cristiana —en un período de profunda
crisis—, san León Magno supo estar cerca del pueblo y de los fieles con la
acción pastoral y la predicación. Impulsó la caridad en una Roma afectada por
las carestías, por la llegada de refugiados, por las injusticias y por la
pobreza. Se enfrentó a las supersticiones paganas y a la acción de los grupos
maniqueos. Vinculó la liturgia a la vida diaria de los cristianos: por ejemplo,
uniendo la práctica del ayuno con la caridad y la limosna, sobre todo con
motivo de las Cuatro témporas, que
marcan en el transcurso del año el cambio de las estaciones (...)
En
particular, san León Magno enseñó a sus fieles —y sus palabras siguen siendo
válidas para nosotros— que la liturgia cristiana no es el recuerdo de
acontecimientos pasados, sino la actualización de realidades invisibles que
actúan en la vida de cada uno.
Con san
León Magno, aprendamos a creer en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y
a vivir esta fe cada día en la acción por la paz y en el amor al prójimo.
(Benedicto
XVI, palabras de la audiencia 5.03.08)
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