martes, 9 de febrero de 2010

lunes, 8 de febrero de 2010

CÁRITAS ESPAÑA DENUNCIA: EN EUROPA HAY CERCA DE 80 MILLONES DE POBRES

LA RAZÓN. Madrid - L. R. R.

La 65ª Asamblea General de Cáritas Española ha denunciado esta semana que en el viejo continente hay ya cerca de 80 millones de pobres y lamenta la «visión limitada» de la Unión Europea al «no reconocer que la pobreza y la exclusión social siguen siendo uno de los principales desafíos a los que se enfrenta la Unión». Para los miembros de la Asamblea, «la pobreza y la exclusión social es una injusticia social que afecta a la dignidad de las personas y conculca los derechos humanos de un modo inadmisible en una sociedad que dispone de recursos y de riqueza suficiente para todos».

Esta afirmación se recoge en la declaración final de la Asamblea, presentada esta semana en Madrid por Sebastián Mora, secretario general de Cáritas, durante una rueda de prensa en la que, junto a Natalia Peiró, coordinadora del Área de Cooperación Internacional, aportaron los últimos datos de la acción de la red Cáritas en Haití. Mora muestra su preocupación, en el inicio de la convocatoria de 2010 como Año Europeo contra la Pobreza y la Exclusión Social: «Los objetivos marcados para el año 2010 son un fracaso a la vista de los 80 millones de pobres que viven en la Unión Europea», apostilló.

España: 1,5 millones de pobres
Para Cáritas, como primer paso para contribuir a un modelo social basado en la solidaridad y la justicia, es indispensable que en 2010 salgan reforzados estos ejes: dotar de significado real a la Carta de Derechos Fundamentales; impulsar una declaración clara de cómo la economía debe servir a objetivos sociales y acabar con la pobreza y la exclusión social, al menos en sus expresiones más severas, que afectan a 1,5 millones de personas en España, y garantizar el derecho a una vida digna mediante condiciones económicas, sociales, culturales y éticas para una sociedad «más comunitaria».

jueves, 4 de febrero de 2010

LA FIGURA DEL SACERDOTE EN EL CINE


José M. García Pelegrín. Colaborador de CinemaNet

Para varias generaciones, la imagen del sacerdote católico en el cine estuvo marcada por «Don Camilo». El párroco al que dio vida el actor francés Fernandel (1903–1971) se enfrentó al alcalde comunista «Peppone» en cinco filmes, entre 1952 y 1965. Sin embargo, en las últimas cinco décadas no solo la sociedad, sino también su reflejo en la gran pantalla, ha experimentado profundos cambios. Aquí se tratarán filmes de la presente década -la primera del siglo XXI-, en los que desempeña un papel destacado un sacerdote.

La figura sacerdotal más impresionante que en los últimos años ha aparecido en la gran pantalla es, sin duda, el luxemburgués Henri Kremer, el protagonista de «El noveno día» (2004) de Volker Schlöndorff. El filme narra un hecho absolutamente fuera de lo común: el presbítero -que en realidad se llamaba Jean Bernard- pudo salir en febrero de 1942 del campo de concentración de Dachau; le dieron un permiso de diez días para asistir al entierro de su madre. Según recoge en sus recuerdos, la vida de los otros sacerdotes prisioneros en el campo dependía de su decisión de regresar voluntariamente tras esas vacaciones. La idea de que con ese permiso, la Gestapo buscaba «reeducarlo» para conseguir un éxito de propaganda -así suponía el sacerdote- proporciona la base para desarrollar el guión. El recurso que aplican los guionistas Eberhard Görner y Andreas Pflüger -hacer del jefe de la Gestapo en Luxemburgo un antiguo seminarista que, poco antes de la ordenación, dejó la religión católica para abrazar la ideología nazi- permite introducir el debate teológico que se encuentra en el centro del filme. Henri Kremer resiste a las sutiles tentaciones del nazi. Acerca de esto, el director Schlöndorff comentaba en una entrevista con el autor de estas líneas: «El film es la historia de una tentación; el sacerdote sabe desde un primer momento lo que es correcto y lo que no lo es; pero no sabe si tendrá las suficientes fuerzas».

Lógicamente se encuentran sacerdotes en el centro de filmes que tienen como argumento un exorcismo. Un caso sucedido a finales de los años setenta en Alemania, que despertó mucho interés en la opinión pública se convirtió en el año 2005 en el argumento de dos filmes que, dependiendo de la postura del director, ofrecían distintos resultados. En «Requiem (El exorcismo de Micaela)», el director alemán Hans Christian Schmid presentaba el caso de «Micaela Klingler» de un modo acorde con la afirmación de sus propias declaraciones: «un exorcismo no es un medio adecuado para ayudar a un enfermo psíquico»; por el contrario, la película americana «El exorcismo de Emily Rose» dejaba al espectador la posibilidad de extraer consecuencias por sí mismo: a diferencia del sacerdote en «Requiem», Tom Wilkinson representa en «El exorcismo de Emily Rose» a Father Moore, autor del exorcismo, como una persona normal, con los pies en el suelo de la realidad. A diferencia de la estructura narrativa lineal del filme de Schmid, la película norteamericana muestra la trama principal en flashbacks, que se enmarcan en un caso judicial, cuyo acusado es Father Moore; de ese modo el director puede profundizar más en el carácter del sacerdote.

Frente a la representación llena de tópicos de un sacerdote pedófilo en «La mala educación» (2004) de Pedro Almodóvar, «La duda» (2008) -ambientada en 1964- trata de las consecuencias de la calumnia en un medio católico: el carismático y alegre Father Flynn es objeto de la sospecha de haber dedicado «una atención demasiado especial» a un alumno. «La duda» está basada en la obra de teatro de John Patrick Shanley -guionista también del filme-, por lo que demuestra especiales cualidades en los cuidados diálogos escénicos entre el sacerdote y la religiosa, directora del colegio.

Un sacerdote que nada tiene que envidiar a Don Camilo en pillería procede asimismo de Italia: En «Comprométete» («Casomai», 2002) de Alessandro D’Alatri, el joven y simpático Don Livio, recurre a una artimaña durante la boda para animar a los novios Stefania y Tommaso a conciliar con la familia las exigencias profesionales, impuestas por una sociedad cada vez más egoísta. Simpático, siempre dispuesto a ayudar y preocupado por la salud espiritual de sus feligreses: así es el jovencísimo Father Janovich en el último filme de Clint Eastwood «Gran Torino» (2008); el sacerdote desea llevar a cabo el último encargo de la esposa del protagonista Walt Kowalski, que este se acerque a la confesión. La simpática figura del juvenil, pero al mismo tiempo serio Janovich queda firmemente grabada en la memoria del espectador.

A pesar de alguna visión crítica aislada, la imagen del sacerdote católico en el cine del nuevo siglo es especialmente positiva. Joven las más de las veces, comprometido y preocupado por las personas que le han sido confiadas, el «sacerdote de cine» suele dejar una impresión duradera.

martes, 2 de febrero de 2010

PRESENTACIÓN DEL NIÑO JESUS EN EL TEMPLO


La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad.

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "el rey de la gloria", "el Señor, fuerte en la guerra" (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3, 1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "el mensajero de la alianza" y se somete a la Ley: va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios.

El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo" (Hb 2, 17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (...) al que podía salvarle de la muerte, (...) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5, 7-9).

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —"mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús "el consuelo de Israel" (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal. Ana es "profetisa", mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén" (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.

(Benedicto XVI, palabras de la Homilía 02.02.2006)