viernes, 29 de abril de 2011

RECUERDOS DE JUAN PABLO II

El sábado 2 de abril del 2005, a las 21.37, Juan Pablo II entró en la casa del Padre. Aquella noche millones de seres humanos experimentamos un sentimiento contradictorio. Nos sentíamos a la vez más huérfanos y más acompañados. Más huérfanos, porque el Padre que durante años habíamos visto y oído, y que tanto había influido en nuestro crecimiento humano y cristiano, ya no estaba físicamente. Pero también nos sentíamos más acompañados, porque notábamos que, de alguna manera, no nos había dejado del todo. Notábamos que lo seguíamos teniendo, y ahora más cerca. La realidad de la «comunión de los santos» se percibía con más fuerza aquella noche de abril. Y muchos seguimos recordando la huella que este gran hombre ha dejado en nosotros.


La primera vez que me encontré personalmente con Juan Pablo II fue en el verano de 1980, durante una peregrinación a Roma. En aquella época, antes del atentado del 13 de mayo de 1981, el Papa no utilizaba el papamóvil para saludar a los peregrinos de la audiencia del miércoles, sino que lo hacía dirigiéndose hacia ellos a pie. Aquella tarde el Papa se detuvo conmigo unos minutos. Le regalé el libro que tenía entre mis manos (Amigos de Dios). Me habló en español. Me preguntó de dónde era y me bendijo. Entonces me di cuenta de que era verdad lo que él siempre repetía al comienzo de su pontificado: «Dios ama a cada ser humano». Me sentí querido de modo irrepetible por Dios a través de la figura de este hombre bueno. Fueron unos minutos pero bastaron para descubrir que en ese tiempo la única persona que le importaba al Papa era ese seminarista de 20 años que estaba delante de él.


Recuerdo la impresionante tarde que pasamos con el Papa en el Santiago Bernabeu en su primera visita a España, en el 1982. El estadio se volcó con el Papa. Todos cantábamos. Todos gritábamos: «Juan Pablo II te quiere todo el mundo», «Juan Pablo, amigo, España está contigo». El Papa nos entusiasmó a todos y él, que no tenía miedo de la juventud, nos señalo grandes retos, los “cuandos” que transformarán el mundo: «Cuando sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder; cuando sois limpios de corazón entre quien juzga sólo en términos de sexo, de apariencia o hipocresía; cuando construís la paz, en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una nación por la otra; cuando con la misericordia generosa no buscáis la venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando, en medio del dolor y la dificultades, no perdéis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al hombre hermano. Entonces os convertís en transformadores eficaces y radicales del mundo y en constructores de la nueva civilización del amor, de la verdad, de la justicia, que Cristo trae como mensaje».


En noviembre de 1986 pude celebrar misa en la capilla privada del Papa. Éramos algo más de 30 concelebrantes. Llegamos a las 6.30 de la mañana a las dependencias del Santo Padre y pronto nos preparamos para la celebración. Entramos en silencio a la capilla, y el Papa estaba en oración profunda delante del Sagrario. Ni se movió. Había un gran silencio. De rodillas el Papa rezaba con la cabeza entre las manos. Después de un largo tiempo, se levantó y sin perder recogimiento, se revistió y empezó la celebración. Cada oración, cada gesto, era una ofrenda a Dios. No tenía prisa y gozaba con los momentos de silencio. Aquella eucaristía con el Papa me enseñó a celebrar la Santa Misa mejor que el más completo tratado teológico.


Primer sábado de febrero 1991. El día 16 de enero comenzó la guerra del Golfo. Yo vivía en Roma, muy cerca del Vaticano. Todos los primeros sábados de cada mes, si el Papa estaba en Roma, podíamos rezar con él el Santo Rosario. El Papa siempre saludaba a la gente al comenzar y al terminar esa oración mariana. Aquel sábado de febrero no lo hizo. No quería saludar a nadie. El motivo: estaba muy dolido por la guerra de Irak. Fue un Rosario intensamente vivido. Al Papa se le veía triste. Al final habló de la guerra, de la necesidad de oración, de pedir la paz. Y se me quedaron grabadas para siempre sus palabras: «Pidamos que los soldados que están en la guerra no se dejen llevar nunca por el odio al tener que cumplir con su misión».


Y por último, recuerdo aquel 30 de marzo del 2005. Desde su habitación quiso saludar a los peregrinos que se encontraban en la plaza de San Pedro, pero sus palabras no salieron de su boca. Lo intentó durante cuatro minutos. Pero no pudo hablar. Lo intentó, pero sólo un gesto de dolor y de impotencia marcaron su rostro. Él, que había sido un gran comunicador, el atleta de Dios, el montañero, el deportista, el que conectaba con la gente por sus gestos, ahora estaba mudo. No podía decir nada, sólo mover su mano temblorosa diciéndonos adiós. Se había dado completamente a Dios, y la ofrenda tenía que llegar hasta el final. En aquella ventana Juan Pablo II se me mostró como el hombre más fuerte que había sobre la tierra. Estaba dando el último testimonio de coraje, porque estaba allí luchando por ser fiel a su entrega hasta el final. Quería cumplir plenamente el encargo recibido por Dios. Para muchos era un anciano, para mí y para millones de personas en todo el mundo ya empezaba a ser un eterno joven, con la eternidad y la juventud que da el ser poseído completamente por Jesucristo, el Alfa y la Omega, el Señor del Cosmos y de la Historia.


Este domingo, 1 de mayo, Juan Pablo II será beatificado por Benedicto XVI. ¡Demos gracias a Dios!

miércoles, 27 de abril de 2011

UN POSTRE TÍPICO DE ESPAÑA

Esta es una anécdota histórica de Juan Pablo II en su primer viaje a España. Tras una comida, pidió a quienes estaban con él que le trajeran el postre más típico que hay en España.

Se pusieron a pensar y le ofrecieron los que pensaron que eran los postres más típicos. ¿Torrijas? No, no. ¿Crema catalana? No, no. ¿Arroz con leche? Nada. Ninguno era el postre "más típico" que había en España.

Tras un buen tiempo intentándolo, al final el Papa dijo la respuesta: "De postre quiero una buena siesta española"...

jueves, 14 de abril de 2011

RELATOS DE LA PASIÓN. EL BORRIQUILLO DEL DOMINGO DE RAMOS


Por José María Pemán


El pueblecito de Betfagé, que quiere decir «casa de los higos», era considerado como un arrabal o suburbio de Jerusalén. Allí fue donde aquella mañana los discípulos de Jesús llegaron, sin previo aviso, y se pusieron a desatar, tan tranquilos, un borriquillo que estaba en una granja, amarrado junto a su madre. La lentitud convincente con que cumplían la orden del Maestro no se parecía en nada al apresuramiento cauteloso de unos ladrones. Por eso el dueño del borriquillo se quedó satisfecho cuando, ante su pregunta, le respondieron los discípulos: «El Señor nos ha mandado que lo hagamos así». Todavía andaba bastante esfumada y confusa la idea mesiánica. No creo que ni el granjero al interrogar, ni al contestar los ejecutantes, se apoyarían en una concepción. clara de que «el Señor» podía disponer de todas las cosas con la divina autoridad de Dueño y Creador. Mandar desatar un borriquillo era una nadería para el que, cada mañana, hacía salir el Sol. Pero es seguro que nada de esto, tan sabido y teológico, anduvo flotando en el aire de la sencilla escena aldeana que, sin duda, sería encajada por sus protagonistas dentro del esquema del Mesías político, temporal y poderoso, que todos tenían en la cabeza. Aquello debió de consumarse como un acto de «requisa» o expropiación forzosa.

Ni tampoco debió alejarse de ese croquis temporal del mesianismo caudillista el hecho de ser un borriquillo el animal requisado y escogido para la posterior escenografía de la entrada en Jerusalén. Ya he escrito alguna vez que hay una cierta lectura proletaria y casi tremendista del Evangelio, que proyecta sobre él ejemplaridades posteriores y un tanto anacrónicas. El Evangelio no está escrito por Dostoyewsky. Probablemente ni la gruta de Belén, que acaso era una sucursal del khan, hotel o caravanera de Belén, era tan estabular y lóbrega, ni la carpintería de Nazareth tan insuficiente. Ni, desde luego, el asnillo escogido para entrar en Jerusalén tenía tan especial significado metafórico de humildad. En el libro bíblico de los Números se ve claramente que el burro era, en Palestina, la cabalgadura de los personajes notables. Luego, el burro ha sido desvalorizado, seguramente porque es sufrido y paciente, y el hombre tiende al abuso y menosprecio de todo lo que no le hace resistencia. Al caballo lo adula porque lo desmonta con facilidad. Pero es mentira que el burro sea tan burro como creemos. El burro es inteligente, obediente, resignado. Si se le mira con atención, tiene una de las fisonomías más bondadosas y simpáticas del mundo animal. El caballo tiene agilidad, velocidades y vistosidades estéticas muy al uso de emperadores, tiranos y conquistadores. Pero el filósofo o el pensador que muchas veces, a la larga, tiene más razón que el político, tiene, casi siempre, dulce cara de burro.

Creo que el burro fue, aquel domingo ostentoso y teatral, el personaje más comprensivo y reticente: el que estaba en más desengañada convivencia con el Divino jinete que transportaba. Los demás, hasta los apóstoles y discípulos, trataban de componer una estampa absolutamente nacionalista. El Señor lo sabía, y al mandar por el asno, lujo de los poderosos de Israel, coadyuvaba, casi irónicamente, al gran contraste y desengaño que se perfilaba frente a la Historia. Porque le iban a hacer «desfilar», «entrar»: una de las operaciones espectaculares y políticas más usaderas y perturbadoras de la Historia. Parece mentira, pero una de las cosas que más desvanecen y marean a los mortales es esta de «pasar» unos delante de otros. Pocos años después del Domingo de Ramos nos va a describir Josefo, un judío «colaboracionista», la entrada, parecida, de Tito Vespasiano en Jerusalén: y toda la historia romana es un continuo esforzarse y poner la vida en peligro para sentirse pagado con dos horas de desfile. Todavía en nuestro disminuido mundo de hoy hay muchos cargos -ministerios, direcciones, jefaturas- que compensan las angustias y fatigas de sus agotadoras jornadas, con el solo minuto de cruzar el antedespacho ante una expectación diaria de ujieres y de timbres.

El borriquillo, estoy seguro, sería el único que parecería darse cuenta de la desilusionante verdad. El burro es el único animal que sonríe, o lo parece por lo menos. Sus ojos suelen tener un parpadeo entre soñoliento y malicioso. Estoy seguro que él marchaba aquel domingo sin entrar, como los caballos de sangre, en complicidad con la ruidosa escena. El burro tiene marcha resignada de «devenir», de evolución, de historia...

Sólo su jinete iba resueltamente más allá que él, hundiendo su previsión en toda la hondura del suceso. Jesús, al trasmontar la loma y aparecer Jerusalén, lloró sobre la ciudad. Jesús sabía de la otra entrada y el otro desfile de Tito; como sabía de su otro próximo desfile del viernes por la calle de la Amargura. Los pocos días que le quedaban hasta el prendimiento y desenlace los iba a utilizar en parábolas y predicaciones, cuya angustia no ha igualado ningún existencialista moderno: tendería su mano, con sed de su carne azucarada, a la higuera, y ésta le negaría sus higos, porque para los prudentes nunca es todavía la hora de dar fruto; haría su gran discurso escatológico, tremendo como una página renovada del Testamento Antiguo. Haría el papel de un poeta en medio de un mundillo atareado de política. Porque política era todo lo demás. Los discípulos, que andaban esperando que muy pronto el asnillo se convertiría en caballo y las palmas y olivos en lanzas y machetes. Los fariseos, que iban y venían conspirando: calculando que no bastaría con matar a Jesús, que habría que matar también a Lázaro, testigo de su mayor prodigio. Es lo de siempre. Como en Argel, como en Hungría, las muertes se enredan unas a otras, como rabos de cereza, cuando el hombre quiere hacer orgullosamente demasiada historia. Acaso, únicamente algún refinado romano, ajeno a todo aquel mecanismo de pasiones, acertaría a medias, por alguna callejuela contigua. Oiría el tumulto y diría a su amiga: Bah... ¡una manifestación!

Porque, en su realidad externa y física, aquello no era mucho más: una manifestación; un desfile; eso que aparece y desaparece constantemente en la Historia como un oleaje de vanidad. Es seguro que, por arriba y por abajo del río intermedio de la manifestación, sólo se quedaban fuera del engaño, Jesús, que lloraba sobre el porvenir, y el borriquillo, que transportaba el porvenir dócilmente, con cara sonriente y neutral de filósofo o de historiador.

martes, 12 de abril de 2011

SEMANA SANTA 2011 EN LA PARROQUIA DE EL SALVADOR


DOMINGO DE RAMOS

10.30. Bendición de las Palmas, procesión y Santa Misa (se suprime la Misa de las 11.15)

19.30. Santa Misa y Procesión del “Ecce Homo”.


LUNES SANTO

19.30. Santa Misa y Procesión del Cristo de la Columna y María Santísima de la Victoria.


MARTES SANTO

19.00. Santa Misa y Procesión de la Oración del Calvario.


MIÉRCOLES SANTO

12.00. Llevar la Sagrada Comunión a los Enfermos.

19.30. Santa Misa y Procesión de Ntra. Sra. De los Dolores.


JUEVES SANTO

18.00. Santa Misa “IN COENA DOMINI” y Procesión de María Santísima de la Esperanza y el Santísimo Cristo de la Fe.

22.00. Hora Santa ante el Monumento.


VIERNES SANTO

9.30. Laudes

10.00. Solemne Vía Crucis.

18.00. Santos Oficios de la Pasión y Muerte de Cristo.


SÁBADO SANTO

9.30. Laudes

10.00. Vía Matris

22.00. Solemne Vigilia Pascual.


DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Se suprime la Misa de 9

Tarde: 19.30 Misa por las víctimas del terrorismo


HORARIO DE CONFESIONES PARA LA SEMANA SANTA Mañanas: miércoles, jueves y viernes, de 11.00 a 12.00 Tardes: lunes, martes y miércoles, de 18.00 a 19.30

lunes, 11 de abril de 2011

LA INSATISFACCIÓN DE UNA SOCIEDAD OBSESIONADA CON LA FELICIDAD


Aceprensa. Fuente: City Journal Fecha: 28 Marzo 2011

El ensayista francés Pascal Bruckner, autor de obras como La tentación de la inocencia, rastrea la génesis de las ideas contemporáneas sobre la felicidad y sostiene que, paradójicamente, la sociedad que ha dado más importancia a la felicidad individual es la que cuenta con un porcentaje importante de insatisfechos e infelices. Como Bruckner dice también en su libro La euforia perpetua, a partir del siglo XVIII se generalizó una nueva concepción de la felicidad. En su desarrollo estuvo implicada la ciencia y la técnica, que consagraron una visión optimista del progreso: “De repente –escribe en City Journal– este mundo ya no estaba condenado más a ser un valle de lágrimas; el hombre ahora tenía el poder de reducir el hambre, aliviar la enfermedad y dominar mejor su futuro”. La filosofía ilustrada canalizó esta actitud al considerar la tierra como un paraíso.

La Ilustración dio al hombre confianza para poder conseguir por sí mismo la felicidad; de ahí la importancia de la educación y de la política, porque se pensaba que la sociedad tenía la capacidad de eliminar todo el sufrimiento. Estas ideas se consolidaron a lo largo del siglo XIX y en gran parte del siglo XX. Sin embargo, a juicio de Bruckner, en la década de los sesenta del pasado siglo se produjeron dos fenómenos importantes: la generalización del consumismo, gracias al crédito, y el individualismo; ambos terminaron transformando el presunto “derecho a la felicidad” del que hablaba la Ilustración en un “deber de ser felices”, como parece ocurrir en la sociedad de masas.


Una felicidad que se puede comprar

El capitalismo, señala Bruckner, alentó el consumo y éste se concibió pronto como el medio de asegurar la satisfacción de todas las necesidades. Los nuevos instrumentos de crédito adquirieron entonces un papel determinante porque hicieron posible la realización de los deseos sin pensar en las contraprestaciones. En una época anterior “cualquier persona que quería comprar un coche, algunos muebles o una casa seguían un regla que ahora parece casi desconocida: esperaban, ahorrando sus monedas de cinco y diez centavos. Pero el crédito lo cambió todo; la frustración se hizo insoportable”. Con la nueva mentalidad, lo importante era vivir el presente y pagar más adelante. Como Bruckner recuerda, esta manera de actuar ha sido una de las causas de la crisis financiera.

Por su parte, desde una perspectiva individualista, la felicidad la tiene que buscar uno mismo, de forma que la insatisfacción es responsabilidad exclusiva del individuo. “Si no me siento feliz, no puedo culpar a nadie más que a mí mismo”. Esto explica, a juicio de Bruckner, la proliferación de industrias relacionadas con la realización personal, que desde “la cirugía estética hasta las píldoras dietéticas, prometen reconciliarnos con nosotros mismos y realizar nuestro potencial”.

Pero si el hombre está condenado a ser feliz, entonces cualquier atisbo de infelicidad se convierte en una especie de enfermedad; los insatisfechos terminan viéndose como inadaptados. “Es obligatorio ser feliz” y quien no lo es no ha sabido sacar partido de todas las oportunidades que se le ofrecen. “Hemos de creer –continúa el pensador francés– que la voluntad puede fácilmente establecer su poder sobre los estados mentales, regular los estados de ánimo, y hacer de la satisfacción el resultado de una decisión personal”.


Obsesiones insanas

Para Bruckner “el culto occidental de la felicidad es (…) algo así como una intoxicación colectiva”. Y adquiere también rasgos obsesivos, como los que se descubren en la excesiva preocupación por la salud, rasero por el que se enjuician hoy la mayoría de las cosas: “En la comida, por ejemplo, no se distingue lo bueno de lo malo, sino lo saludable y lo no saludable. Lo apropiado prevalece sobre el sabor (…) La mesa de la cena se convierte en un mostrador de farmacia donde se pesan la grasa y las calorías (…) El vino debe ser bebido no por su sabor, sino para fortalecer las arterias”.

Es irónico que la sociedad que ha decretado la felicidad general sea también la que se encuentra más sometida a la regulación minuciosa de las conductas. Además, vincular la felicidad a una decisión personal y a las sensaciones subjetivas es un círculo vicioso porque, como refiere Bruckner, la preocupación por uno mismo no tiene fin: “Nunca se es suficientemente delgado, nunca se está suficientemente en forma, nunca se es lo suficientemente fuerte. La salud tiene sus mártires (…) La enfermedad y la salud se vuelven más difíciles de distinguir, hasta el punto de que corremos el riesgo de crear una sociedad de hipocondríacos”.

La obsesión por ser felices ha terminado formando una sociedad ansiosa, estresada, obligada a perseguir frenéticamente sus propios fantasmas. El hedonismo termina, pues, siendo enfermizo y se encuentra acosado por su propio fracaso, ya que, pese a todo, “la edad deja su marca, la enfermedad nos encuentra de una manera o de otra, siguiendo un ritmo que no tiene nada que ver con nuestra vigilancia ni con nuestra resolución”.

“Somos probablemente –concluye Bruckner– la primera sociedad en la historia que hace a la gente infeliz por no ser feliz”. Frente a esta situación, el pensador francés insta a reconocer que “no somos dueños de las fuentes de la felicidad” y que nuestra propia finitud debería llevarnos a ejercer “una humildad renovada”. Aunque tenemos la posibilidad de aliviar ciertos males –y es preciso luchar contra ellos– no podemos seguir concibiendo la felicidad como “quien encarga comida en un restaurante”.