Max Silva Abbott. Doctor en Derecho. Profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad San Sebastián (Chile). ANALISIS DIGITAL
Vivimos en una sociedad en la cual se nos incita, y cada vez más, a centrarnos en nosotros mismos, en nuestro propio yo. “Sé feliz”, nos dicen constantemente y por todos los medios posibles; “date gusto, haz lo que quieras, no te detengas por nadie, vive tu vida”, y un cúmulo de mensajes más, tentadores y a veces hipnóticos, que nos aseguran una felicidad fácil y al alcance de la mano, pese a lo cual ella parece escurrirse más que nunca por este camino.
De este modo, vamos ensimismándonos cada vez más, para lo cual, los modernos artilugios ayudan enormemente; ya no es raro ver en el metro o en el autobús a los sujetos casi embobados mirando su chiche de última generación, situación paradójica, porque nunca antes hemos estado tan “conectados” y a la vez tan aislados como hoy.
Ahora bien, lo anterior no sólo trae un cúmulo de problemas para las relaciones humanas más cotidianas, desde la falta de comunicación hasta notables grados de intolerancia, sino que de manera más peligrosa, puede llegar incluso al extremo de negar la existencia del otro.
En efecto, por este desgraciado camino, no sólo la vida común del día a día se va haciendo cada vez más difícil, gracias a esta seguidilla de faltas de consideración –a veces graves– hacia los demás, hechas más o menos a sabiendas, sino que como se ha dicho, se puede llegar al extremo de negarle subjetivamente la existencia a quienes nos molestan, desagradan, o pueden amenazar nuestro sacrosanto e inapelable arbitrio.
Es por eso que el no nacido indeseado es reducido a la calidad de tejido biológico, o que aquellos que ya no están a la altura de lo que esperamos (para beneficio propio, por supuesto), son considerados vidas sin valor. Es cosa de detenerse en el peligroso concepto de “calidad de vida”, que se ha ido expandiendo cada vez más, para darnos cuenta de ello. Y la razón es simple: porque si cada uno se centra en su propio yo, la mirada respecto del mundo y de los demás no sólo sufre una peligrosa subjetivización, al carecer de puntos fijos de referencia, sino que incluso llega al punto de querer hacer coincidir esa realidad deformada por este egocentrismo enfermizo, con lo que el sujeto quiere o desea. Por eso, y volviendo a la noción de ‘calidad de vida’, siempre serán unos (los fuertes, los sanos, los poderosos) quienes decidirán, respecto de otros, aquellos que merecen vivir, en atención a lo que ellos estimen importante.
Así las cosas, no nos extrañemos que nos convirtamos en extraños, incluso en enemigos entre nosotros. Si lo que predomina es un egocentrismo cuyos límites son sólo fácticos (es decir, que no llega más lejos sencillamente porque no le dan sus fuerzas), no nos sorprendamos de los resultados, pues ninguna sociedad, ni tampoco la vida individual de sus miembros, puede llegar a buen puerto por este camino.
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