viernes, 6 de noviembre de 2009

UNA GRAN LECCIÓN PARA LA VIDA


La siguiente carta relata la experiencia de una madre ante la enfermedad severa de su hijo más pequeño. Este hecho de la vida real sucedió en la familia que forman Claudia y José Antonio y sus hijos: Claudia de 6 años, Marta de 4 y Raúl, que hoy tendría ya 2 años, pero a consecuencia de una lesión cerebral muy severa, murió a los 13 meses de nacido.

Raúl nació después de seis meses de un embarazo complicado. Era muy pequeño y desde el inicio todo su desarrollo fue muy especial. Estuvo 40 días en incubadora, pesaba 1 kilo y 200 grs. y medía sólo 36 cm.

El nacimiento de Raulito marcó un punto y aparte en mi vida; no entendía desde un inicio por qué tantas trabas, si antes de él, todos mis embarazos habían sido tan normales. Como fuera, acepté este último y lo único que pedía a Dios, era ver finalizados los nueve meses, aunque me tuvieran que costar, pues sabía que dentro de mí realmente había una vida, por la que valía la pena cualquier sacrificio. Además, tenía la enorme ilusión de tener conmigo, aquello que como madre considero como lo más valioso: la vida de mi propio hijo.

Puse todo de mi parte para que mi bebé permaneciera dentro de mí el máximo tiempo posible…, pero en esto ya no decidía yo. Había una fuerza natural más fuerte que la mía, alguien detrás de todo esto que quiso que las cosas fueran distintas.

Así fue como nació Raúl de 6 meses y dos semanas: un bebé con un gran espíritu de lucha y sin embargo, un bebé asociado desde el inicio al sufrimiento. Al nacer, pasó directamente a la incubadora. Los doctores nos explicaron que los niños prematuros tienen un desarrollo normal, sólo que es un poco más lento que el de los niños que nacen después de los nueve meses de embarazo. Nos explicaron también que la incubadora, en algunas ocasiones, puede presentar tres riesgos: afectar la vista del bebé, su sentido del oído y su cerebro. Cuando Raúl alcanzó los 2 kilos salió de la incubadora y llegó finalmente a casa, pero lloraba mucho, y los doctores sugirieron que se le hicieran estudios del estómago para ver si tenía algún reflujo que le estuviera molestando.

Con estos estudios iniciamos un largo camino de batalla por su salud. A los cuatro meses de nacido, notamos cosas extrañas para un niño normal: sus ojos no tenían simetría, es decir, no los movía como lo hacemos nosotros siguiendo los objetos con la vista; tampoco se movía, ni emitía sonidos, no se reía…, en fin, todo esto nos inquietó mucho, y fue así como anduvimos de doctor en doctor, y de un lado a otro con el niño, sin poder encontrar una opinión que nos dejara clara su situación.

A los seis meses supimos que tenía un problema en el cerebro, sin nombre ni apellido, así que consultamos otro especialista, que nos explicó que Raúl tenía una malformación en su cerebro, lo llamaba “un trastorno de migración neuronal”; con esto se explicaban tantos problemas en el inicio de mi embarazo. A partir de aquí, lo único que se nos indicó fue iniciar con el niño, lo antes posible, terapias físicas para ofrecerle una mejor calidad de vida. Nadie sabía a ciencia cierta qué tanto podríamos conseguir con él.Iniciamos sus terapias, y como pasaba el tiempo, no veíamos progreso, Raúl seguía sin moverse, y su mirada permanecía perdida. Su problema con el estómago seguía ahí, no comía nada, dormía poco… tenía ya un añito de vida, y sólo pesaba 6 kilos.

Finalmente al año y 23 días, murió. Cuando dormía, le vino un reflujo que le quemó el esófago, y con eso, sus vías respiratorias se cerraron y le sobrevino un paro cardíaco.
Esta es la historia de mi Raúl, y yo ahora sé que así nació porque tenía una grandísima misión que sólo podía realizar siendo tal como era. Lo que hoy me da consuelo es pensar que yo fui necesaria para que, a través de mí, este bebé viniera a cambiar la vida de toda mi familia.

Antes, yo pensaba que sólo las cosas agradables nos podían hacer felices, y siempre daba gracias al cielo porque no tenía sufrimientos. Jamás pensé que el dolor fuera a tocar mi vida; veía con admiración a la gente que sufría por diversos motivos, pero no me daba cuenta de que también el dolor es un regalo que nos enriquece mucho y que misteriosamente, al mismo tiempo, encierra una felicidad muy auténtica y muy profunda.Hoy no puedo menos que agradecer lo que ha sucedido con mi hijo y con nosotros (digo nosotros porque no soy sólo yo la beneficiada: somos mi esposo, mis hijas y yo); digo GRACIAS porque este niño tan especial para nosotros, vino a probar nuestra capacidad de amar, vino a enseñarnos la incomodidad de lo cómodo, vino a enseñarnos lo que cuesta renunciar a lo placentero, a pararnos para servirle a él, a olvidarnos de nuestro sueño para intentar confortar al que sufre y no puede conciliar el sueño; nos enseñó que no hay hora para el descanso, y que realmente la fuerza del cuerpo no es la del espíritu, que puede más que ninguna otra fuerza. Nos enseñó a valorar la sonrisa del que no puede valerse por sí mismo, y nos retó a vivir de cara a lo que realmente vale y no de cara a las cosas materiales que se acaban.

Este bebé pudo enternecernos a todos. Nos enseñó con su ejemplo el sacrificio de comer lo que nos parecía menos apetitoso, pensando en el trabajo que él tenía que pasar para tolerar cualquier alimento. Aprendimos a comerlo todo, aunque no nos gustara, sólo con recordar el sabor tan espantoso de la leche que Raúl se tenía que tomar.

En fin, este bebé me enseñó muchas lecciones y me hizo realizarme como mujer, descubriendo que lo que más feliz me hacía era amarlo y tener la oportunidad de hacer algo por él. Aprendí a mirar con los ojos del alma, como me enseñó mi bebé, que jamás pudo ver, pero le bastó con sentir el amor de su hermosa familia. Él veía un mundo que antes yo no veía.

Éstas fueron sin duda, las experiencias más duras pero también las más enriquecedoras que he vivido. Mi esposo y yo estamos seguros de que nuestro sacrificio ha valido la pena, y que tenemos en el cielo a ese ángel que no se olvidará de nosotros, y que sin duda cuida de sus hermanas que lo recuerdan todos los días.

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