sábado, 28 de noviembre de 2009

LOS ROSTROS DE LA ESPERANZA EN LA ENCÍCLICA “SPE SALVI” DE BENEDICTO XVI

¿Dónde aprendemos a reconocer los rostros de la esperanza? Es la pregunta que Benedicto XVI lanza en su encíclica, «Spe Salvi». La respuesta, según el Papa, la tenemos en el ejemplo de hombres y mujeres de ayer y hoy que hicieron de esta virtud el motor de su vida.

El primer rostro que presenta es el de santa Josefina Bakhita, vendida como esclava en el siglo XIX, maltratada hasta que llegó a Italia, donde «oyó hablar de un dueño totalmente diferente, la bondad en persona, un Señor que la quería. En ese momento encontró la gran esperanza: suceda lo que suceda, este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través de este conocimiento, ella fue redimida, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios», escribe el Papa.



El segundo rostro es el de San Ambrosio, padre de la Iglesia, que en su libro sobre la muerte de su hermano Sátiro habla de la vida eterna: «No debemos lamentar la muerte, ya que es causa de salvación». De la mano de san Ambrosio llegamos a san Agustín, que se convirtió a la fe cristiana hasta llegar a ser uno de los grandes padres de la Iglesia. Aspiramos a la «vida bienaventurada», a la «vida que simplemente es vida, felicidad», escribe el Papa, recordando las palabras del maestro tunecino, «que quiso transmitir la esperanza de la fe».

El rostro de san Bernardo de Claraval, el gran fundador monástico, nos devuelve a la idea del amor de Dios como objeto de esperanza para el hombre, que completa cualquier aspiración humana. Escribe el Papa: «Quien no conoce a Dios, aun teniendo múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza».



El cuarto rostro, de absoluta actualidad, es el del cardenal vietnamita Van Thuan, que pasó en prisión trece años, con largos periodos de aislamiento en los cuales la oración se convirtió en su única fuerza, «testigo de esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la soledad», escribe el Papa. La misma esperanza que alentó al vietnamita Pablo Le-Bao-Thin, martirizado en 1857, que logró transformar su sufrimiento, «porque Dios me libra de las tribulaciones y las convierte en dulzura».

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