Estamos celebrando el 20º aniversario de la “caída” –no cayó, lo tiraron- del Muro de Berlín. Un Muro hecho de hormigón, rodeado de alambradas y de minas. Un Muro donde se estrellaba el deseo de libertad de tantas personas. Un Muro levantado por un sistema político sin Dios. Un Muro ante el cual muchos “intelectuales” europeos callaron porque, según ellos, detrás de él había un paraíso sin paro, donde todos eran iguales, donde el Estado velaba por todos… Pero la gente de ese “paraíso” se sentía encarcelada. El paraíso comunista era falso. Era un timo. Era una horrible burla. Muchos pintaron con su sangre el hormigón del Muro en su intento de atravesarlo. Muchos murieron sin ver cumplidos los deseos de una sociedad verdaderamente libre.
Pero la Verdad no puede estar encerrada mucho tiempo. Los seres humanos no pueden ser tratados como “números sin rostro” durante mucho tiempo. Cuando un sistema atenta contra la dignidad humana, sus días están contados. Y el Muro tenía que caer. O mejor, debía ser derribado con la fuerza de la Verdad y del Amor.
Un hombre vino del Este. Vino a la Sede de Pedro y desde allí, con la fuerza del Espíritu en su cuerpo y en su voz, empezó a derribar ese Muro de Odio amasado por un humanismo deshumanizado. Vino un hombre del Este, del “paraíso” sin Dios, y empezó a derribar el Muro. Los medios que empleó: la certeza profunda de ser portador de la fuerza del Resucitado que no puede estar encerrado en ninguna tumba, que atraviesa los muros más impenetrables para que cada ser humano pueda recuperar la grandeza y la libertad de ser y vivir como hijo de Dios; y el rezo continuo del Santo Rosario, expresión de una devoción teológicamente sólida hacia la Santísima Virgen que prepara los caminos para el nacimiento de Cristo en el corazón de las personas y de los pueblos.
El Hombre del Este, Sucesor de Pedro, con la fidelidad absoluta a la misión recibida de Cristo, empezó a derribar el Muro.
Sabemos que existen otros muros a abatir. Muros más difíciles de atravesar que los muros de hormigón, porque son los que levantamos en nuestro interior y que nos aíslan por dentro convirtiéndonos en rehenes de nuestro propio egoísmo. Muros que intentan acallar la verdad, que consiguen silenciar las injusticias, que pretenden confundirnos y llamar “derecho” al acto de matar al indefenso. Muros que nos hacen ver al otro como un enemigo que nos quita algo de lo nuestro. Muros que alimentan prejuicios y desconfianzas. Muros que nos hacen insensibles al dolor ajeno. Muros que se levantan dentro de las familias y transforman a los hermanos en antagonistas. Muros que confunden a los adolescentes y jóvenes convirtiéndolos en seres ciegos a lo noble, a lo justo, a lo puro, a lo trascendente. Muros que nos llevan a “almacenar” ancianos en lugares donde no nos puedan molestar. Muros que falsifican la verdad al servicio de ideologías y partidos. Muros de corrupción y de una justicia que es injusta, porque no es igual para todos.
En este aniversario del derribo del Muro recordemos a Juan Pablo II para que, teniendo presente su vida entregada como oblación a Cristo, se incremente nuestra fortaleza y vivamos la hora presente como un gran reto que el Señor nos pone delante para poder abatir, con la fuerza del Resucitado, los muros que los seres humanos levantamos en este mundo.
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