viernes, 4 de diciembre de 2009

NOVENA DE LA INMACULADA. MARIA EN LA PRESENTACIÓN DEL NIÑO EN EL TEMPLO


La fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, cuarenta días después de Su Nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al Niño Jesús al Templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre Él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la Santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, Primogénito de la nueva humanidad.

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "El Rey de la gloria", "El Señor, fuerte en la guerra" (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el Templo? Es un niño; es el Niño Jesús, en los brazos de su Madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3, 1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "El Mensajero de la Alianza" y se somete a la Ley: va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la Casa de Dios.

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es Su Madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "Luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34). Y a Ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la Muerte y Resurrección de Su Hijo. Al llevar a Su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como Luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

(Benedicto XVI, 02.02.2006)

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