
Su actividad misionera, que le proporcionó tanta alegría, alcanza su cumbre en la caridad. No sin miedo y repugnancia, eligió ir a la Isla de Molokai para ponerse al servicio de los leprosos que allí se encontraban, abandonados por todos; y de esta forma se expuso a la enfermedad que ellos sufrían. Con los leprosos se sintió como en su casa. El servidor de la Palabra se convirtió así en un servidor que sufrió, leproso con los leprosos, durante los últimos cuatro años de su vida.
Para seguir a Cristo, el padre Damiaan no sólo abandonó su patria, sino que también puso en riesgo su salud: por eso él - como dice la Palabra de Jesús que hoy nos ha sido anunciada en el Evangelio - recibió la vida eterna (Cf. Marcos 10,30).
(Benedicto XVI, de la homilía de la canonización, 11.10.2009)
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