Por José María Pemán
El pueblecito de Betfagé, que quiere decir «casa de los higos», era considerado como un arrabal o suburbio de Jerusalén. Allí fue donde aquella mañana los discípulos de Jesús llegaron, sin previo aviso, y se pusieron a desatar, tan tranquilos, un borriquillo que estaba en una granja, amarrado junto a su madre. La lentitud convincente con que cumplían la orden del Maestro no se parecía en nada al apresuramiento cauteloso de unos ladrones. Por eso el dueño del borriquillo se quedó satisfecho cuando, ante su pregunta, le respondieron los discípulos: «El Señor nos ha mandado que lo hagamos así». Todavía andaba bastante esfumada y confusa la idea mesiánica. No creo que ni el granjero al interrogar, ni al contestar los ejecutantes, se apoyarían en una concepción. clara de que «el Señor» podía disponer de todas las cosas con la divina autoridad de Dueño y Creador. Mandar desatar un borriquillo era una nadería para el que, cada mañana, hacía salir el Sol. Pero es seguro que nada de esto, tan sabido y teológico, anduvo flotando en el aire de la sencilla escena aldeana que, sin duda, sería encajada por sus protagonistas dentro del esquema del Mesías político, temporal y poderoso, que todos tenían en la cabeza. Aquello debió de consumarse como un acto de «requisa» o expropiación forzosa.
Ni tampoco debió alejarse de ese croquis temporal del mesianismo caudillista el hecho de ser un borriquillo el animal requisado y escogido para la posterior escenografía de la entrada en Jerusalén. Ya he escrito alguna vez que hay una cierta lectura proletaria y casi tremendista del Evangelio, que proyecta sobre él ejemplaridades posteriores y un tanto anacrónicas. El Evangelio no está escrito por Dostoyewsky. Probablemente ni la gruta de Belén, que acaso era una sucursal del khan, hotel o caravanera de Belén, era tan estabular y lóbrega, ni la carpintería de Nazareth tan insuficiente. Ni, desde luego, el asnillo escogido para entrar en Jerusalén tenía tan especial significado metafórico de humildad. En el libro bíblico de los Números se ve claramente que el burro era, en Palestina, la cabalgadura de los personajes notables. Luego, el burro ha sido desvalorizado, seguramente porque es sufrido y paciente, y el hombre tiende al abuso y menosprecio de todo lo que no le hace resistencia. Al caballo lo adula porque lo desmonta con facilidad. Pero es mentira que el burro sea tan burro como creemos. El burro es inteligente, obediente, resignado. Si se le mira con atención, tiene una de las fisonomías más bondadosas y simpáticas del mundo animal. El caballo tiene agilidad, velocidades y vistosidades estéticas muy al uso de emperadores, tiranos y conquistadores. Pero el filósofo o el pensador que muchas veces, a la larga, tiene más razón que el político, tiene, casi siempre, dulce cara de burro.
Creo que el burro fue, aquel domingo ostentoso y teatral, el personaje más comprensivo y reticente: el que estaba en más desengañada convivencia con el Divino jinete que transportaba. Los demás, hasta los apóstoles y discípulos, trataban de componer una estampa absolutamente nacionalista. El Señor lo sabía, y al mandar por el asno, lujo de los poderosos de Israel, coadyuvaba, casi irónicamente, al gran contraste y desengaño que se perfilaba frente a la Historia. Porque le iban a hacer «desfilar», «entrar»: una de las operaciones espectaculares y políticas más usaderas y perturbadoras de la Historia. Parece mentira, pero una de las cosas que más desvanecen y marean a los mortales es esta de «pasar» unos delante de otros. Pocos años después del Domingo de Ramos nos va a describir Josefo, un judío «colaboracionista», la entrada, parecida, de Tito Vespasiano en Jerusalén: y toda la historia romana es un continuo esforzarse y poner la vida en peligro para sentirse pagado con dos horas de desfile. Todavía en nuestro disminuido mundo de hoy hay muchos cargos -ministerios, direcciones, jefaturas- que compensan las angustias y fatigas de sus agotadoras jornadas, con el solo minuto de cruzar el antedespacho ante una expectación diaria de ujieres y de timbres.
El borriquillo, estoy seguro, sería el único que parecería darse cuenta de la desilusionante verdad. El burro es el único animal que sonríe, o lo parece por lo menos. Sus ojos suelen tener un parpadeo entre soñoliento y malicioso. Estoy seguro que él marchaba aquel domingo sin entrar, como los caballos de sangre, en complicidad con la ruidosa escena. El burro tiene marcha resignada de «devenir», de evolución, de historia...
Sólo su jinete iba resueltamente más allá que él, hundiendo su previsión en toda la hondura del suceso. Jesús, al trasmontar la loma y aparecer Jerusalén, lloró sobre la ciudad. Jesús sabía de la otra entrada y el otro desfile de Tito; como sabía de su otro próximo desfile del viernes por la calle de la Amargura. Los pocos días que le quedaban hasta el prendimiento y desenlace los iba a utilizar en parábolas y predicaciones, cuya angustia no ha igualado ningún existencialista moderno: tendería su mano, con sed de su carne azucarada, a la higuera, y ésta le negaría sus higos, porque para los prudentes nunca es todavía la hora de dar fruto; haría su gran discurso escatológico, tremendo como una página renovada del Testamento Antiguo. Haría el papel de un poeta en medio de un mundillo atareado de política. Porque política era todo lo demás. Los discípulos, que andaban esperando que muy pronto el asnillo se convertiría en caballo y las palmas y olivos en lanzas y machetes. Los fariseos, que iban y venían conspirando: calculando que no bastaría con matar a Jesús, que habría que matar también a Lázaro, testigo de su mayor prodigio. Es lo de siempre. Como en Argel, como en Hungría, las muertes se enredan unas a otras, como rabos de cereza, cuando el hombre quiere hacer orgullosamente demasiada historia. Acaso, únicamente algún refinado romano, ajeno a todo aquel mecanismo de pasiones, acertaría a medias, por alguna callejuela contigua. Oiría el tumulto y diría a su amiga: Bah... ¡una manifestación!
Porque, en su realidad externa y física, aquello no era mucho más: una manifestación; un desfile; eso que aparece y desaparece constantemente en la Historia como un oleaje de vanidad. Es seguro que, por arriba y por abajo del río intermedio de la manifestación, sólo se quedaban fuera del engaño, Jesús, que lloraba sobre el porvenir, y el borriquillo, que transportaba el porvenir dócilmente, con cara sonriente y neutral de filósofo o de historiador.
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