El sábado 2 de abril del 2005, a las 21.37, Juan Pablo II entró en la casa del Padre. Aquella noche millones de seres humanos experimentamos un sentimiento contradictorio. Nos sentíamos a la vez más huérfanos y más acompañados. Más huérfanos, porque el Padre que durante años habíamos visto y oído, y que tanto había influido en nuestro crecimiento humano y cristiano, ya no estaba físicamente. Pero también nos sentíamos más acompañados, porque notábamos que, de alguna manera, no nos había dejado del todo. Notábamos que lo seguíamos teniendo, y ahora más cerca. La realidad de la «comunión de los santos» se percibía con más fuerza aquella noche de abril. Y muchos seguimos recordando la huella que este gran hombre ha dejado en nosotros.
La primera vez que me encontré personalmente con Juan Pablo II fue en el verano de 1980, durante una peregrinación a Roma. En aquella época, antes del atentado del 13 de mayo de 1981, el Papa no utilizaba el papamóvil para saludar a los peregrinos de la audiencia del miércoles, sino que lo hacía dirigiéndose hacia ellos a pie. Aquella tarde el Papa se detuvo conmigo unos minutos. Le regalé el libro que tenía entre mis manos (Amigos de Dios). Me habló en español. Me preguntó de dónde era y me bendijo. Entonces me di cuenta de que era verdad lo que él siempre repetía al comienzo de su pontificado: «Dios ama a cada ser humano». Me sentí querido de modo irrepetible por Dios a través de la figura de este hombre bueno. Fueron unos minutos pero bastaron para descubrir que en ese tiempo la única persona que le importaba al Papa era ese seminarista de 20 años que estaba delante de él.
Recuerdo la impresionante tarde que pasamos con el Papa en el Santiago Bernabeu en su primera visita a España, en el 1982. El estadio se volcó con el Papa. Todos cantábamos. Todos gritábamos: «Juan Pablo II te quiere todo el mundo», «Juan Pablo, amigo, España está contigo». El Papa nos entusiasmó a todos y él, que no tenía miedo de la juventud, nos señalo grandes retos, los “cuandos” que transformarán el mundo: «Cuando sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder; cuando sois limpios de corazón entre quien juzga sólo en términos de sexo, de apariencia o hipocresía; cuando construís la paz, en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una nación por la otra; cuando con la misericordia generosa no buscáis la venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando, en medio del dolor y la dificultades, no perdéis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al hombre hermano. Entonces os convertís en transformadores eficaces y radicales del mundo y en constructores de la nueva civilización del amor, de la verdad, de la justicia, que Cristo trae como mensaje».
En noviembre de 1986 pude celebrar misa en la capilla privada del Papa. Éramos algo más de 30 concelebrantes. Llegamos a las 6.30 de la mañana a las dependencias del Santo Padre y pronto nos preparamos para la celebración. Entramos en silencio a la capilla, y el Papa estaba en oración profunda delante del Sagrario. Ni se movió. Había un gran silencio. De rodillas el Papa rezaba con la cabeza entre las manos. Después de un largo tiempo, se levantó y sin perder recogimiento, se revistió y empezó la celebración. Cada oración, cada gesto, era una ofrenda a Dios. No tenía prisa y gozaba con los momentos de silencio. Aquella eucaristía con el Papa me enseñó a celebrar la Santa Misa mejor que el más completo tratado teológico.
Primer sábado de febrero 1991. El día 16 de enero comenzó la guerra del Golfo. Yo vivía en Roma, muy cerca del Vaticano. Todos los primeros sábados de cada mes, si el Papa estaba en Roma, podíamos rezar con él el Santo Rosario. El Papa siempre saludaba a la gente al comenzar y al terminar esa oración mariana. Aquel sábado de febrero no lo hizo. No quería saludar a nadie. El motivo: estaba muy dolido por la guerra de Irak. Fue un Rosario intensamente vivido. Al Papa se le veía triste. Al final habló de la guerra, de la necesidad de oración, de pedir la paz. Y se me quedaron grabadas para siempre sus palabras: «Pidamos que los soldados que están en la guerra no se dejen llevar nunca por el odio al tener que cumplir con su misión».
Y por último, recuerdo aquel 30 de marzo del 2005. Desde su habitación quiso saludar a los peregrinos que se encontraban en la plaza de San Pedro, pero sus palabras no salieron de su boca. Lo intentó durante cuatro minutos. Pero no pudo hablar. Lo intentó, pero sólo un gesto de dolor y de impotencia marcaron su rostro. Él, que había sido un gran comunicador, el atleta de Dios, el montañero, el deportista, el que conectaba con la gente por sus gestos, ahora estaba mudo. No podía decir nada, sólo mover su mano temblorosa diciéndonos adiós. Se había dado completamente a Dios, y la ofrenda tenía que llegar hasta el final. En aquella ventana Juan Pablo II se me mostró como el hombre más fuerte que había sobre la tierra. Estaba dando el último testimonio de coraje, porque estaba allí luchando por ser fiel a su entrega hasta el final. Quería cumplir plenamente el encargo recibido por Dios. Para muchos era un anciano, para mí y para millones de personas en todo el mundo ya empezaba a ser un eterno joven, con la eternidad y la juventud que da el ser poseído completamente por Jesucristo, el Alfa y la Omega, el Señor del Cosmos y de la Historia.
Este domingo, 1 de mayo, Juan Pablo II será beatificado por Benedicto XVI. ¡Demos gracias a Dios!
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