martes, 27 de septiembre de 2011

ADORACIÓN EN CUATRO VIENTOS

He querido escribir este texto para compartir con vosotros la vivencia de aquel acontecimiento.




En aquel inmenso descampado, ya tocado por las sombras que la noche traía, todavía podía contemplarse el tejido de jóvenes formando un tapiz de camisetas multicolores, banderas de cientos de naciones y pancartas con eslóganes en todos los idiomas del mundo. Esperábamos al Papa. Esperábamos oír sus palabras. Esperábamos acoger interiormente la oración que él mismo había preparado para consagrar a los jóvenes al Sagrado Corazón de Jesús. Y de pronto la multitud congregada estalló en cantos y alabanzas. Como una sola garganta exultamos repletos de una fe colmada de alegría. El Sucesor de Pedro estaba allí. El Siervo de los Siervos de Dios estaba allí. El Dulce Cristo en la tierra estaba allí e iba a hablarnos.


Tan pronto como sus palabras llegaron a nuestros oídos se desató un viento impetuoso, fuerte, rabiosamente fuerte. Muchos pensaron inmediatamente en un nuevo Pentecostés: los pueblos de la tierra representados en sus jóvenes, con Pedro y unidos a Santa María, sentían la cercanía de un Dios que siempre había estado ahí. Viento penetrante que nos sobrecogía, y nos hacía sentirnos dichosamente pequeños ante una realidad en la que intuíamos la acción del Creador y Redentor del mundo. Pero con el viento vino también la lluvia. Al principio la percibimos como una respuesta a nuestras plegarias de unas horas antes, cuando estábamos sometidos a un calor inmisericorde. Pero poco a poco la lluvia se intensificó…, y el Papa no pudo continuar. Desconcierto. Desaliento. Desánimo. La muchedumbre seguía allí pero llena de preocupación. Todo podía estropearse y terminar en desastre. Con dificultad el Papa nos pidió una oración más intensa para que se pudiera continuar la vigilia. Rezamos y seguimos permaneciendo en pie. Las palabras y la figura de aquel “humilde trabajador de la viña del Señor” nos hicieron reaccionar, ante el viento fuerte y la lluvia intensa, con generosidad, arraigados y edificados en Cristo, fuertes en la fe…Y poco a poco la lluvia fue cesando, y el Santo Padre, completamente empapado, continuó con la oración.


Y de repente, la majestuosa Custodia de Arfe brotó del suelo. Custodia hermosa, forjada de fe traducida en arte para albergar al Amor de los amores. Y el Santísimo Sacramento fue mostrado. Todos los que estábamos allí empezábamos a hablar con una misma lengua: la lengua de la adoración. La adoración estaba hecha de silencio: un silencio total, inmenso, que testimoniaba el impresionante amor de la juventud mundial al Dios-Escondido. Aquel amor formaba parte de la mochila que llevábamos dentro de nuestra alma. La adoración de Cuatro Vientos estaba hecha de rodillas en tierra: de una actitud que reconoce la grandeza de un Dios que por amor se ha hecho hombre, ha muerto en cruz y se ha quedado como Alimento. Aquella adoración estaba hecha de ojos de admiración y gratitud por un Dios que ha querido estar al alcance de cada ser humano. Aquella adoración estaba hecha de lágrimas: lágrimas que traslucían dolor por las faltas de entrega a los demás, por las ofensas a Dios en la persona del más débil, por la indiferencia ante el sufrimiento de los demás, por las veces que no hemos respondido con amor al Amor.


Después de la bendición con el Santísimo la lluvia de nuevo volvió a la acción…, pero ya no nos importaba porque estábamos empapados de la presencia del Todopoderoso que fortalecía nuestro ánimo.


Los cantos, los abrazos, la alegría y la cena compartida rubricaron aquella transformante adoración en Cuatro Vientos.